Fragmento, "Carta a una señorita en París"

"Las costumbre, Andreé, son formas concretas de ritmo, son la cuota de ritmo que nos ayuda a vivir"

jueves, 3 de septiembre de 2015

Dueña y señora

Yo no quería mudarme a tu apartamento en el sur. No, no era miedo al compromiso o temor alguno por aquello que la mudanza implica, era más bien que me preocupaba alterar aquel orden, esa sinfonía orquestada por vos en la que la dicha consistía en ocupar el perfecto no lugar. Recuerdo cómo te alegrabas con el hallazgo fuera de lo común y de tus llaves heladas al interior de la nevera expectantes para responder alegres a la cuestión: ¿Si yo fuera una llave dónde me escondería? Con que dicha celebrabas el reencuentro con aquel objeto perdido y con qué perplejidad yo atendía a esa pregunta -cada vez más - como quién escucha algún tipo de sortilegio. Me es difícil ingresar en un espacio constituido dónde alguien vive alegremente reflejando su capacidad de estar por fuera de los cánones: la ropa arrojada por doquier, la cebolla con aspecto de pulpo, el balcón adornado con toda la indumentaria necesaria para quien se dedica a la floricultura y ese par de flores muertas, secas y olvidadas. La nevera vacía sin otra cosa que tus llaves y de nuevo, esa cebolla que aún me hace llorar. Mi querida Ela, puede parecer sarcasmo pero en esa forma tuya para disponer el orden descubrí en mí un lado siempre oculto. Algo más había en esa pregunta que lanzabas con aire de pitonisa, en ese tino para saber dónde desea descansar cada objeto perdido; algo más había en esa custodia minuciosa y cariñosa que brindabas a las cosas que mutaban en tu cocina y en esas flores muertas que se asomaban con algo de nostalgia por tu balcón. La costumbre Ela, es más fuerte que el tic tac del reloj, la costumbre es la paradoja que nos ayuda a vivir. Cuan culpable me sentía por alterar tu universo. Me resultaba doloroso ese impulso de llevar el vaso recién usado a tu cocina y con qué arrepentimiento pasaba la esponja cubierta de jabón sobre la losa acuartelada en el lavaplatos y no menos me dolía colocar todo, luego de secarlo, en el cajón de la alacena diseñado para resguardar aquello. Esa rutina inescrutable para mí, era semejante a aquello que sugeriste un día cuando te pregunté por qué no opinabas sobre lo que escribía: “como poner esos sellos de animales que dan en los jardines infantiles sobre cada pieza de la obra de Monet”. Mis intervenciones en tu espacio siempre han sido pequeñas. Nunca logré siquiera imaginarme aquella proeza: retirar todo el polvo, deshacerme de las flores en el balcón o tender la cama sin desafiar primero una serie de temores con tintes judiciales. No quiero por algún atrevimiento desajustar algo dispuesto por la galaxia, echarme a cuestas alguna especie de karma inexorable o teñirlo todo con un juicio que no es cierto, jamás condenaría eso que para vos es más que una alternativa al orden. Durante el fin de semana, hice finalmente parte de esa forma tuya y por algunas horas me encontré como los objetos de tu casa, perdida entre sus sábanas. Hicimos el amor por tanto tiempo que sentí que el reloj le regaló horas al día para evitarnos asuntos pendientes. Poco nos bañamos y de nuevo hicimos el amor descansando sólo cuando el hambre se hacía insoportable. Del cuarto no salimos más que para recibir la comida que traía el domiciliario. Permanecimos desnudas, acaloradas y de algún modo salían cosas y cosas del cuarto que jamás habíamos visto, claro está, todo se lanzaba sobre el suelo siguiendo la ruta que vos has dispuesto para el orden. Llegué a sentirme tan acoplada con todo aquello, que no pensé tener hoy el impulso aquel que me llenó justo después de que cruzaras la puerta rumbo a la clínica. Nunca lo había hecho antes. De niña no se me permitió jamás empuñar elemento alguno para la realización de la limpieza, apenas hace poco he empezado a ocuparme de esos quehaceres, pero está todo limitado al perímetro que comprende mi habitación. Tampoco jamás me había sentido agredida por el desorden, déjame invitarte a mi casa y podrás constatar que no te miento. Pero no fue aquello un impulso proveniente de alguna molestia, todo lo contrario, era simplemente que vos acababas de salir a trabajar y yo me quedaba ahí, al frente de todo, dueña y señora de tu casa. Justo al despedirnos, luego de prepararte el desayuno y rondarte desnuda y excitada mientras te alistabas para ir al hospital, justo al cerrar la puerta me invadió algo, algo que no sé cómo nombrar. No puede evitar fantasear con tu rostro de satisfacción al regresar del trabajo y encontrarlo todo en su lugar, no como vos lo preferís sino dentro de lo regular: limpieza absoluta. No hace mucho terminé. Está todo limpio: lavé los baños, sacudí los pocos muebles, descubrí algo de control en tus armarios, doblé la ropa y dejé todo en los cajones, las blusas a un lado, los pantalones al otro y la ropa interior está organizada en una caja bordada que vos no usabas. Lavé los baños y la cocina, metí la mano en cada agujero de tu casa, incluso en algunos cuya existencia desconocía. Todo iba bien hasta que abrí la nevera. Ahí estaba la cebolla ¿Recuerdas la cebolla cabezona? ¿La que en algunas ocasiones llamamos Hipólita? Sí, la cebolla morada que empezó como cualquier cebolla y con el tiempo tomó la forma de una de esas cabezas reducidas por las tribus africanas. Cogí la cebolla entre mis manos y no contenta con la decisión de lanzarla a la basura - antes de hacerlo- le arranqué esos tentáculos que con los meses de vivir en la nevera le salieron; le crecieron tan profusamente que nos hacían reír cada que al abrir la puerta descubríamos allí a aquella cebolla, tímida y sola, a la espera de ser consumida en alguna salsa. Yo simplemente arrojé tu cebolla a la basura. Te escribo porque temo que veas en esta acción alguna insinuación o alguna forma de cuestionar tu especial forma de ser. He sacado mis cosas de tu cuarto y no sé cómo, pero pese a la profunda limpieza no logré encontrar la ropa interior con la que estuvimos jugando la otra noche. Espero cuando leas esta carta logres comprender. En un esfuerzo vano por reconstruirlo todo, he dejado sobre el mesón de la cocina los platos sucios del desayuno de hoy. Ahora imagino tu cara y casi puedo creer que preferirías leer que todo esto es culpa de los conejitos que suelen salirme de la boca.

Sesenta segundos en el paraíso

Eva, sentada al pie de un árbol acarició uno de sus frutos. Desnuda y enrojecida la manzana, dejó que Eva oteara sus rincones diminutos y ricos. Pero el fruto, aún prendido del árbol, fue relegado por la presencia de Adán. Un minuto más tarde, el primer hombre, sudoroso y satisfecho, deshabitó el cuerpo de Eva. Avergonzado le obsequió la manzana y ambas, aún inconformes y con su primer encuentro vivo, gestaron las expulsiones y los paraísos.

Otro peluquero con hipo

Hace décadas no madrugaba un domingo. Abrió la peluquería al tiempo que empezó la misa y su primer cliente entró con mucha prisa. Era el alcalde del pueblo, un viejo barrigón. Eliecer retiró sus banderas rojas tal como dictaba la ley, se puso la bata y empezó el temblor. “Podeís ir en paz”: sobre el suelo, retazos de piel, hilos de cabello, rebanadas de cuerpo y un crucifijo. Cancelada la pedicura.

El peluquero con hipo

Sobre el suelo: hilos de cabello y rebanadas de cuerpo. El nuevo look no era el soñado. Cancelada la pedicura.

El gato

Al final, cuando el último humano puso su grano de arena, llegó el gato e hizo lo que debía.

La hoja en blanco

Tendido sobre el suelo yacía Esteban. La camiseta blanca estaba totalmente roja, cubierta de sangre y algo de tierra. Tibago terminó de escribir. Sudaba, hacía calor. Caminó hasta la cocina e intento sacar algo de agua del dispensador que hace días estaba descompuesto, el agua rebosó el vaso y se derramó sobre el suelo. Tibago enfurecido y sediento, regresó al cuarto y se sentó frente al monitor. Tendido sobre el suelo yacía Esteban. La camiseta blanca estaba totalmente roja, cubierta de sangre y algo de tierra. Tibago se puso de pie intempestivamente. Encendió el ventilador y salió. Caminó por el corredor hasta la cocina y regresó al cuarto para sentarse frente al monitor. Tendido sobre el suelo yacía Esteban. La camiseta azul estaba totalmente roja, cubierta de sangre y algo de tierra. Tibago lazó un aullido de pie y poso su dedo índice larga y profusamente sobre la tecla del.

Las palabras no hacen el amor…

Darlyn dijo abrazo y él permaneció de frente con el cuerpo intacto, sin el roce de los latidos y con los brazos parcos; Darlyn dijo beso: todo se quedó en silencio, los labios secos y la lengua blanca; Darlyn dijo amor y un algo turbio en el espejo preguntó: “espejito, espejito ¿Quién es el más bonito?”

Eduviges Rincón

La tomó contra el suelo y sin mayor preámbulo introdujo su sexo una y otra vez con fuerza. Ella no pudo hacer demasiado, no gritó y pese al horror de aquel encuentro -en medio de todo -tuvo tiempo para pensar en el diagnóstico del oncólogo. Ya tenía sus años y había hecho en su vida todo lo que había soñado. Esa tarde se dirigía a visitar la tumba de su esposo para contarle que en poco tiempo estarían juntos nuevamente: su cáncer era voraz y avanzado. Rumbo al cementerio y pese a las recomendaciones, tomó la ruta próxima al callejón hasta el que aquel hombre la arrastró. Aún contra los pronósticos, el cáncer no mató a Eduviges.

El Carpintero del Caguán

José -el carpintero- lloraba al pie de las tumbas; con tanta fosa común se había quedado sin empleo.

Taxonomía incruenta

Aurora era alargada, longilínea y de presencia ineluctable. Frente a ella me desdoblaba y éramos dos veces Aurora. Muy temprano empecé a imitar su mística movilidad, esa suerte de hechizo que lanzaba con tan sólo respirar. Ella, se reía de mí e ignoraba los reproches de mamá puliendo mi temprana exploración: “Ya se te pasará”. Pero los años transcurrieron y poco a poco Aurora dejó de ser un simple modelo a seguir y fue un espejo en el cual podía verme, tal cual era en realidad. Empecé descubriéndome los hombros, el ombligo y un poco las piernas, pero no dejé de notar que aun sabiéndome idéntico a Aurora no causaba el mismo efecto. Ella me miraba con una compasión que fue haciéndose dolorosa y motivo de alejamiento, pero aun cuando nos hicimos ajenos, ella no dejó de ser la sangre en que me veía reflejado. Sin Aurora, pronto me lancé a la calle. Los pocos amigos que hice, los conseguí gracias al hábito de mascar chicle que ella me heredó. Como no había dinero para comprar golosinas, empecé a tomar los que la gente dejaba sobre el suelo. Las muchachas de la esquina se reían de mí y me daban grandes bolas de chicle, rellenas de mierda y mugre. Jamás les dije nada, me las metía a la boca y fingía complacencia porque sólo ellas me dirigían la palabra. De grandes fueron mis amigas, me daban su ropa y medias viejas para llenarme el busto que crecía, conforme el de ellas se inflaba. Dejaron de llamarme Cristian y me dijeron Cris, pero siempre preferí llamarme Peri Rossi, eso porque lo leí en algún libro de Godoy, el negro pícaro de la esquina movimentaria. La última noche de mi vida pensé mucho en aquello que Aurora provocaba con tan sólo descubrirse el hombro, ¿Qué había en ello que yo no lograba? Apenas conseguí la firme mirada de Godoy, pero ese miraba igual todo aquello que se le pasara por el frente, llámese perro, Cris, Cristian o Peri Rosi. Esa noche me paré en la calle, me alcé la falda y descubrí el sexo que las chicas habían bautizado como, “Cris, el descomunal”. Por primera vez fui observado con esa mirada inquisitoria que recibía Aurora, aunque la gracia me valió varios tiros de la limpieza social.